Y de pronto, la estancia se iluminó. Y dejaba ver dos figuras en medio del páramo, dos bultos, que se encontraban muy cerca el uno del otro, estaban casi pegados. Uno era blanquinegro y el otro rojo vino. Uno llevaba un largo lazo en lo que parecía su cabeza, el otro tenía un moño. Uno era un poco más abultado que el otro, pero eso no lo hacía más temible.
De repente, los bultos se movieron y, dejaron ver entre ellos un hilo dorado, fortísimo, que los unía y... No los separaría.
El bulto extra que los observaba desde el rascacielos se dio cuenta del hilo y sonrió, sonrió con tristeza, con melancolía, con pesar. Y se alejó. Por fin dilucidó que el fino hilo blanco que lo unía al bulto segundo había desaparecido. Y no volvería.
jueves, 4 de noviembre de 2010
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